Érase una vez una empresa que durante la crisis decidió concentrarse en sus actividades nucleares (core suena más chic), las que mejor sabía hacer y donde tenía una ventaja competitiva real; aligeró su plantilla con salidas no traumáticas y jubilaciones y se concentró en un modelo más ágil de negocio, menos arriesgado, que le permitió capear la crisis y recuperar mercado. Y volvió a contratar, a generar beneficios, a pagar impuestos, es decir pasó a vivir después de una temporada centrada en sobrevivir.
Una de las acciones que adoptó fue la externalización de algunas actividades. Su Director General, bien aconsejado, adoptó todas las medidas para que esa externalización fuese legal, que tuviese entidad específica, etc y eso le permitió crear un modelo de coste variable que le venía de perlas al negocio. Esto fue muy fácil con procesos grandes (al menos sobre el papel porque los que hemos vivido esos procesos sabemos que no son sencillos) pero quedaban algunos más pequeños que no eran atractivos para empresas de outsourcingy para los que hubo que buscar una alternativa.
Y el Director de Operaciones le proporcionó una buena solución: él conocía un par de buenos profesionales a los que la crisis había dejado huérfanos de trabajo y que ahora pretendían ganarse la vida con sendos talleres, digamos que de impresión, en que solo estaban ellos, vamos el comienzo de un autónomo de toda la vida. Y contactó con ellos, ajustaron mucho el precio y les empezó a pasar trabajos, y lo hicieron bien, y les pasó más trabajos al mismo ritmo que crecía el negocio y de repente esta empresa – buena, y de pago formal – pasó a ser su mejor cliente y luego el único.
Y todo fue bien durante un buen lapso de tiempo; nuestros héroes sacaron adelante a su familia, siguieron teniendo una salud de hierro, tuvieron hasta vacaciones, pagaron puntualmente su IVA y sus impuestos, y hasta buscaron otros clientes; en un sector de precios tan ajustados las cuentas no cuadraban y el incremento de negocio hubiera llevado aparejados gastos de personal, etc que no lo hacían rentable. Pero tenían su cliente y así siguieron.
Pero ¡ay! como en todos los cuentos hace falta un villano, un malo de película para que brille la bondad del protagonista, aquí también apareció de repente una noticia en el periódico: “El fraude de los falsos autónomos supone cerca de 600 millones de euros al año”, bastante poco si es cierto que hay 225.000. Ya tenemos el filón: mandamos a los inspectores de trabajo a perseguir el fraude laboral porque son empleados de la empresa disfrazados de autónomos, y de paso también a los de Hacienda para que vigilen los enjuagues del IVA y las facturas de gastos, no sea cosa que haya algún tejemaneje. Y ya puestos les pedimos que denuncien su situación de falsos autónomos para ejemplarizar y ver si podemos rascar alguna cosilla más; al Comité de Empresa le gustaría meter la cuchara para decir que ya hace tiempo que lo habían advertido y que lo mejor es que los contraten en plantilla fija, paradigma de objetivo sindical que deberíamos replantearnos.
Me gustaría, queridos lectores, que este cuento de verano – nada que ver con la realidad – acabara bien, pero lamentablemente no fue así: cuando comenzaron a investigar la empresa reculó y canceló el contrato mercantil, y se llevó el trabajo a un taller de otro sitio, bastante profesional a pesar de ser todo a través de Internet; se gastaron un poco más en transporte pero todavía les compensaba desde el punto de vista económico; ahora bien, si hablamos de calidad de servicio podemos afirmar que hay margen de mejora. Siguen bajo investigación y a lo mejor les cae una multa.
Los autónomos, siguiendo consejos muy sesudos, demandaron a la empresa por considerar que eran asalariados; es posible que consigan un despido improcedente cuando la sentencia sea firme. Ya veremos cómo viven hasta entonces porque su imagen en el sector ha quedado un poco deteriorada y no tienen muchas posibilidades de encontrar trabajo en empresas como la que han denunciado; ahora se están reinventando y evalúan la posibilidad de montar una yogurtería con helados y toppingsde muchos tipos y colores.
Un tiempo después de estas campañas, en que afloraron muchas irregularidades y subió la recaudación (un éxito del gobierno, que pudo dedicar los nuevos recursos a construir carreteras, hospitales, a mejorar la educación, etc y los que habéis seguido esta columna sabéis que el modo ironía está on), el nuevo gobierno decidió orientar las prioridades estratégicas de los inspectores hacia otros aspectos más necesarios en aquel momento.
Y colorín colorado este cuento se ha acabado.
O no. Porque no me resisto a resaltar una obviedad: en este cuento perdemos todos. Incluso el Estado, que cobra la multa y el recargo, pero deja de tener los ingresos por la actividad económica y tiene dos parados más. ¡Ojo! Que nadie me entienda mal: no estoy a favor de los falsos autónomos concebidos como fraude a la Seguridad Social, ni me posiciono en conflictos tan conocidos como los de Deliveroo porque no tengo información suficiente. Lo que sí hago es prevenir contra los corderos.
El título de este artículo es un verso de un poema de Goytisolo que posteriormente cantó de forma suprema el simpar Paco Ibáñez:
«Érase una vez un lobito bueno
al que maltrataban todos los corderos»
No sé quién es el lobo y quienes los corderos; da igual, es irrelevante en este caso. En este mundo tan complejo nada es lo que parece; a su vez, la picaresca crece y va por delante de la regulación en un mercado laboral que requiere imaginación en la creación de nuevas formas de relación, difícilmente imaginables hace una década. En ese marco es muy fácil caer en el abuso aprovechando la necesidad de algunos de los actores; por eso sigue siendo fundamental el rol de los legisladores, inspectores (ojo, ellos no son los malos, tan solo aplican las normas), organizaciones sindicales y empresarios. Y a todos ellos les pido apertura de mente para maximizar el conjunto y no la estrechez de miras que asume como trabajo bien hecho la persecución de una actividad – con mayor o menor impacto propagandístico – que deja damnificados por el camino pero no mejora el tejido productivo. He repetido en anteriores artículos hasta resultar pesado mi preocupación por el futuro de un mercado laboral tan asimétrico, y por el impacto de una demografía que no nos va a ayudar.
Pues nada, ya tenemos otra coyuntura que nos puede conducir al pánico. No quiero ser catastrofista; al contrario, seamos realistas y usémoslo como un pánico práctico (gran concepto extraído de un brillante tema de Mikel Izal) para construir modelos sostenibles que dejen un poco de libertad a los emprendedores y fijen líneas rojas para los aprovechateguis, y me alegraré que a estos últimos les den toda la caña que puedan, pero que no paguen justos por pecadores. Además, y coincidiréis conmigo en que este puede ser un axioma universal, no sé por qué los justos suelen estar más accesibles para la investigación que los pecadores.
Nada me haría más feliz que deciros en un próximo artículo que dejaron la yogurtería en manos de profesionales y retomaron su actividad emprendedora en la impresión con la bendición de todos los corderos, que pastaron alegremente en el campo y convencieron al lobo para que se hiciese vegano.