Mañana era el día. Estaba decidido, y cuando se le metía algo entre ceja y ceja no era fácil hacerle cambiar de opinión; en la empresa decían que seguro que tenía antepasados de la ribera del Ebro y, aunque no era cierto, a él le gustaba cultivar esa fama de duro, de killer según la terminología actual, y se veía a sí mismo como ese ejecutivo que se ocupa del trabajo sucio, de poner orden y de no permitir esa relajación de costumbres que estaban llevando a muchas empresas a mal puerto. Creía a pies juntillas en ese refrán que decía que por mal camino nunca se llega a buen pueblo, y eso justamente es lo que estaba pasando con tanta flexibilidad, tanto teletrabajo (¡¡y encima querían cobrar más por estar en casa!!), tantas disfuncionalidades laborales nuevas que hacían que el control fuese prácticamente imposible, tanto de todo que se le reabría la úlcera un día sí y otro también.
Sí, había llegado el momento de ser inteligente y aprovechar la coyuntura ahora que era favorable. La pandemia había sido desgraciada para todo el mundo, pero él no tenía la culpa, y ya estaba bien de tragar y tragar con esa pléyade de aprovechados que tenían la sardina quemada de tanto arrimar el ascua. Las causas económicas estaban ahí y eran indiscutibles; las organizativas y productivas también, más o menos, y si no ya se ocuparían de forzarlas. Pero era innegable que tenían un exceso de plantilla que el teletrabajo había hecho más patente, y él se había ocupado pacientemente de recoger información. Los ingenieros del departamento Proyectos Psicofantásticos tenían una carga operativa de 30 horas/sinitrón, casi el doble que en 2019; los ejecutores del departamento de Contar&Recontar tardaban un 30% más por apunte; los gestores de Colores para Psicofonías no habían creado ni un color nuevo en 10 meses. Y podía enumerar más y más ejemplos. Por tanto, no se trataba solo de volver a la oficina (eso lo daba por supuesto) sino de que podían hacerlo retomando la productividad anterior y con muchos menos empleados.
Sí, había llegado el momento de hacerlo aun sabiendo que iba a tener una seria oposición, sobre todo de esos colegas del Comité de Dirección a los que él llamaba pechofríos. Eran gente más joven que él, tenía que reconocer que bien preparados técnicamente, pero con mucha menos experiencia en conocer a las personas, las palancas que las mueven y como enchufarlas a base de mano dura. Cada vez que oía lo de la inversión en Talento le salía urticaria. Cada vez que se hablaba del posicionamiento estratégico futuro en base al desarrollo de unas competencias hoy inexistentes, los ojos le hacían chiribitas. Cada vez que alguno decía que contratar más ingenieros era una inversión con retorno a largo plazo, él solo veía la cuenta de resultados anual minorada en 40.000 € por cada contratación.
Y no le extrañaba que todavía justificasen los ratios tan penosos de sus equipos aludiendo a fidelización de clientes, o a las dificultades que tenía para ellos conciliar con su vida familiar en tiempos de pandemia. ¿En serio? Estaba un poco harto del típico argumento de permitir una flexibilidad total al ingeniero Fulanito porque si no se irá a la competencia y perderemos sus habilidades en Desarrollo Disfuncional Sincrónico. ¿Y a mí qué? Hemos tenido éxito muchos años sin eso, y ahora le comen la cabeza a la Junta de Accionistas, que seguro que no entienden ni papa, con unos planes de negocio que parecen castillos en el aire.
Para ser honesto, tenía que reconocer que esa parte la hacían bien, y que la inversión en un nicho de mercado en el que no estaban tenía muy buen aspecto y mejoraría las cuentas del resto de los negocios a base de encontrar sinergias. Pero eso no era una razón para permitir semejante despilfarro.
Bueno, quizás despilfarro no fuese la palabra adecuada; la cuenta de pérdidas y ganancias no era dramática, a pesar del descenso de ventas en los últimos trimestres, y el impacto de la mano de obra en la cuenta de resultados era de un 12%, mejor que en los tiempos duros, pero todavía lejos del 10% que se habían marcado en el plan 2015, y esa debía ser su contribución. Claro, pensándolo bien habían pasado muchos años desde entonces, el mercado había cambiado, se enfocaban en nuevas líneas de negocio y su responsable de Atracción de Talento no hacía más que inflacionar los salarios al grito de “Si pagas en cacahuetes, contratas monos”.
Estaba seguro de que el Director de Inmersión Productiva le ayudaría, eran colegas de siempre, y algún otro dolido con el protagonismo de los nuevos también, pero faltaba el hueso duro: la Directora General. Tenía los números, el retorno de la inversión era claro para muchos de los puestos, las diferentes alternativas de más agresiva a más laxa…pero ella siempre había primado la rentabilidad a largo plazo y el posicionamiento en el mercado, por lo que le resultaría difícil incluir a algunos de esos que más se aprovechaban del teletrabajo para hacer otras cosas. Otra vez la úlcera.
Era extraño que le entrasen las dudas ahora. Lo había visto claro, al igual que sus compañeros del Comité de Control Moral y Productivo, un grupo de directores de Recursos Humanos que se reunían quincenalmente desde hacía más de dos décadas y al que no se había sumado nadie según afirmaban con orgullo; todos iban a hacer lo mismo, estaba decidido, pero lo cierto es que hasta ahora ninguno había empezado y se miraban entre ellos cual ciclistas en un esprint esperando que alguien arranque.
Entró en su portal; ya no estaba el portero, verdaderamente debía ser muy tarde porque ni se le pasaba por la cabeza que estuviese teletrabajando. Cuando Murphy decidió unos instantes después que se fuese la luz con él dentro del ascensor tuvo unos momentos de debilidad claustrofóbica y un rapto de inspiración: la oscuridad del habitáculo dio paso a la claridad de su mente para encajar las piezas. ¿De verdad necesitaba un ERE su empresa para sobrevivir o estaba aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid para aligerar estructura? ¿Estaba seguro de que no iban a necesitar esa estructura después? ¿Podría contratar después las mismas competencias y experiencia que estaba ahora a punto de finiquitar? ¿Y si esos directores jóvenes tenían razón en la valoración de otros indicadores y no hacía falta ser tan estricto? ¿Y si él tan solo estaba ajustando cuentas con algunos de ellos que verdaderamente estaban “echando morro” y engordaba el proyecto para rebozar la decisión y marcar terreno?
No supo cuánto tiempo estuvo ensimismado en estas reflexiones; volvió la luz, apretó con buen talante el botón del octavo piso y entró tan relajadamente a su ático que incluso saludó efusivamente a su pareja y le propuso que fuesen por ahí a tomar algo. Sí, iba a seguir monitorizando la situación por si se confirmaban sus temores, e iba a ser mucho más activo contra esos cuántos que les tomaban el pelo, e iba a esperar a ver qué hacían otras empresas. Con independencia de la situación económica, era meridianamente claro que mucha gente lo estaba pasando mal y estaba decidido a no añadir más desasosiego del necesario a una sociedad ya bastante crispada.
Para su sorpresa su pareja propuso ir a cenar fuera. Y sonrió para sus adentros cuando eligió un vino Cuatro Rayas, de Rueda, de Valladolid, por donde pasa el Pisuerga.