Se acordaba del final de la pandemia cuando todos decíamos que los patrones que habíamos vivido nos iban a hacer cambiar comportamientos de toda la vida, y aquí estamos repitiendo errores y aciertos y con cambios menos estructurales de lo que pensábamos o, por qué no, soñábamos. Uno de ellos era el de los espacios abiertos, sin sitio asignado, que dejamos niquelado al irnos por la tarde en formato silla caliente, compatible solo con el teletrabajo, puesto en marcha en algunos sitios pero en menos de los que presuponíamos. Y se acordó de ello porque el no haber hecho cambio alguno en la empresa Extrusionados Serigrafía y Mecanismos Industriales Oliva (ES MIO) le ahorró una rotura de tímpano por el grito hipohuracanado que lanzó el Presidente, el señor Oliva, cuando uno de sus directores le pidió más formación, o coaching, o lo que fuese para ese mando intermedio, que existe en todas las empresa dicho sea de paso, comprometido, trabajador, con un sentimiento de propiedad que ya quisieran para sí algunos directivos, pero de personalidad fuerte, volcánico, con poca mano izquierda y la flexibilidad de una viga de dos toneladas; era unánimemente admitido que no tenía don de gentes y que los cursos de management le producían urticaria, pero no menos cierto que conocía hasta el último tornillo de la planta y a todos los empleados y familiares, y que no dejaba a nadie indiferente, fuese a favor o en contra.
¿Lo reconocéis?
Como era de esperar, el eco del grito coincidió con la llamada a consultas. El mensaje fue claro: haced lo que queráis con él pero no estoy dispuesto a que se le toque ni un pelo porque hacían falta más hombres (sí, lo dijo en masculino) como él, llamémosle L, en la empresa. Por ponerlo en román paladino, L la había vuelto a liar, con gritos y faltas de respeto – mutuas – con un par de miembros de su equipo y otro de mantenimiento que terció sin demasiado éxito tras haber cometido el error de pasar por ahí en el momento inadecuado. Y ya habían tomado acciones previamente incluyendo formación (“tú me mandas y yo voy al curso, pero no voy a cambiar mi forma de hacer porque lo llevo en el ADN, me ha ido bien y a la empresa también”), reducir el tamaño de su equipo (“prefiero quedarme solo con los que sientan los colores”), amagos de sanciones (“¿sabe el señor Oliva que estamos hablando de esto?”), entre otras, y también le habían tenido que salvar de denuncias cuando transformaba el exceso de pasión en amenazas. Por tanto, era obvio que repetir los mismos patrones no parecía recomendable.
De la conversación con el jefe supremo había quedado una palabra flotando: coaching. Para ser honesto, le dio pereza porque ya preveía el fracaso, y recordó cinco normas que debía cumplir el coachee:
1. Compromiso y Motivación
2. Apertura y Honestidad
3. Disposición para el Cambio
4. Participación Activa
5. Paciencia y Perseverancia
Siendo generoso, L podía cumplir la mitad de un quinto de lo requerido, o sea, tirar el dinero para no resolver el problema, patada al bote y ya veremos donde lo encontramos más adelante. Y eso asumiendo que encontrase al coach adecuado. Creo que solo faltamos aproximadamente una docena de personas en este país en ser coaches certificados, por lo que no sería descabellado asumir que con tanto experto las herramientas vayan incardinándose en el ADN de las empresas, como ocurrió con el 6 sigma o el Lean Manufacturing, y no deberíamos recurrir siempre a externos. Pero vamos, que no lo veía, y no era por el coach.
Quizás fuese mejor recurrir al mentoring, ese proceso menos formal en que un empleado de alto nivel y antigüedad dedica su experiencia a mejorar las capacidades del elegido. Frente al coaching, la relación es a más largo plazo, más personal, menos estructurado en el proceso y con un mentor que forma parte de la empresa. Esto, una buena idea sin lugar a dudas, también iba a chocar con la estrechez de miras del Presidente: ¿Quién de la empresa, de otro sitio, va a venir aquí y enseñarle a estos? ¿No vendrá a enterarse de nuestros problemillas – en todas partes los hay – para luego dejarnos en ridículo? Por tanto, en palabras del señor Oliva, si no hay beneficio a corto plazo quizás la perdida está cerca.
Pues bien, ya estamos igual que al principio y el problema sin resolver. Ofrecer coaching solo por el mero hecho de hacer algo que mejore las capacidades del individuo no garantiza el éxito; si miro retrospectivamente todos los casos que he contratado en mi vida pasada, veo una gaussiana más o menos acusada, y en los casos en que no fue exitoso se cumplían varias de las cinco características. Tengo que admitir que en algún caso no acertamos con el coach. En todos los casos se produjo un hecho tranquilizador: el coach manifestó que el coachee tenia una actitud positiva, que se veían las ganas de mejorar, etc y me dejaban mucho más tranquilo; exactamente igual que cuando recogías al bebé en la guardería con ese rictus de padre angustiado y la cuidadora te decía que había comido y dormido muy bien. Pues bien: el coachee volvía a las andadas en muchos casos y el bebé se comía por la noche hasta el mango de la cuchara.
Dave Ulrich acaba de publicar en LinkedIn esta semana un artículo que lleva por título “Should I stay or should I go”. Lo he leído de cabo a rabo para ver si encontraba una referencia a mis amados Clash pero no: se trata de una reflexión sesuda tomando la “renuncia” de Biden como punto de partida. En realidad es una vuelta de tuerca a la matriz de exigencia-recursos, con algunos aspectos novedosos y una matriz final de autoevaluación…pero dirigida a un grupo de profesionales, jóvenes muchos de ellos. Todo parece enfocado a los jóvenes. Me decía un reputado headhunter que los Z’s y tardo-millenials tienen la sartén por el mango, y además lo saben, pero esto es harina de otro costal. Recomiendo también la lectura de una interesante reflexión de Natalia Segura en The Skeye sobre las diferencias de los candidatos entre hace 20 años y ahora, y lo clava. ¿Y qué hacemos mientras tanto con los L de la vida?
Estos no tienen las dudas que plantea la canción de los Clash. Estos se quedan siempre y para los restos, por lo que la decisión no es cómo mejoramos esas habilidades que les faltan (en algún caso se podrá, no seamos catastrofistas) sino como modulamos su responsabilidad, su interlocución, su supervisión, para que sigan aportando el valor intrínseco que tienen para la empresa y no sean el mono con la cuchilla de afeitar, una bomba con mecha corta que crea más problemas de los que soluciona. Ahí sí podía haber un hueco para un buen profesional del coaching que trabajase con L ese reciclaje para seleccionar las tareas que realmente no ponían en riesgo todo el valor y conocimiento que atesoraba.
Por cierto, si eres de la escuela “in dubio pro despido” piénsalo bien y mira tu estadística: siempre hemos encontrado buenas razones para no sacarlos, y creo que haciendo lo correcto. La diferencia, matiz importante, es que no propongo un maquillaje vía formación en management o coaching superficial sino una acción dirigida a explotar sus competencias y liberarlo de sus servidumbres viscerales que es lo que te crea problemas (no lo nombres supervisor para darle más dinero, ya sabes que es un error); no olvides que hay leyes para la prevención del acoso laboral que te van a impedir echar tierra en nuevas salidas de tono, o sea que casi mejor prevenir.
Llamó a un par de contactos del mundillo y se puso a preparar una propuesta. Por supuesto, quitaría todos los anglicismos y actividades que sonasen raras a ojos del jefe. El proyecto se llamaría “Guía para la reconversión del puesto de trabajo de L con énfasis en el valor añadido para ES MIO”.