La primera vez que Juani oyó hablar de “La Gran Dimisión” fue en boca de la directora de Recursos Humanos de su empresa, justo en el momento en que ella presentó su baja voluntaria. Juani, una enfermera cualificada, encantada con su trabajo y muy bien valorada por sus jefes, nunca había dado señales que hiciesen presagiar esta decisión.
Era cierto que pertenecía a un colectivo muy castigado por la pandemia; desde mitad de 2020, como tantos otros, estaba quemada (hay que decir burnout, término inglés que expresa lo mismo, pero que da un toque más culto a cualquier aseveración) y los dos años posteriores solo sirvieron para acrecentar su frustración y para retroalimentarse en esa espiral negativa que le llevó a un punto de no retorno.
Las promesas de mejores condiciones laborales no le hicieron moverse ni un ápice: un 10% más de salario no cambió su decisión, que estaba íntimamente relacionada con su voluntad de disfrutar de su familia y de su vida, la única que tiene y tendrá, y que notaba que se le escapaba de las manos.
Sus hijos, todavía pequeños, tenían derecho a unos padres que les dedicasen tiempo de calidad, incompatible con un trabajo estresante y con llevarse a casa problemas que le impedían disfrutar y desconectar. Sí, prescindir de un sueldo en casa iba a ser complicado, deberían ajustarse el cinturón, y quizás deberían posponer los viajes a Disney y tener vacaciones de camping y paseo por la montaña, pero lo que iban a ganar pesaba mucho más en el fiel de la balanza. Y si, en el peor de los casos, su pareja perdía su empleo o no llegaban, siempre estaba a tiempo de retomar su actividad o de buscar un trabajo a tiempo parcial fuera del ámbito hospitalario.
Nicolás era comercial, un buen comercial de una multinacional, con un buen salario complementado con un buen bonus por cumplir sus objetivos. Viajaba mucho y tuvo que lidiar recurrentemente con las quejas de su pareja por las largas jornadas, los viajes de vuelta a horas intempestivas, la preparación de reuniones y propuestas en horario familiar, etc, todo eso que siempre había asumido como cumplir con las expectativas de su puesto para hacer carrera. Pero pasó mucho tiempo en casa en los últimos dos años, vendió menos, pero sus ingresos no se resintieron en demasía y se dio cuenta de que había otra forma de ver la vida. Por eso cuando su pareja le propuso cumplir el sueño conjunto, ese típico que definen las parejas como aspiracional, de montar un negocio que les satisficiese a ambos y que cumpliese con la condición de dejarles tiempo de calidad a ambos, no se lo pensó. Habló con su jefe para simular un despido, pero, ante la esperada negativa de este, siguió adelante con el plan y dimitió sin pestañear.
Juani y Nico forman parte de esa dimisión española, menos acusada que la norteamericana que se cifra en 38 millones; no hay estadísticas aquí y solo he encontrado el dato proporcionado por la ministra de Trabajo que cifró recientemente los puestos por cubrir en un 0,7%. Me parece poco, no solo por lo que percibo a mi alrededor, sino por la práctica cada vez más habitual de rechazar puestos que impidan una buena conciliación, que obliguen a viajar, que ofrezcan poca flexibilidad, etc.
Me contaba mi hermano el caso desesperado de un empresario que buscaba un técnico para mantener máquinas de tecnología punta, bien pagado y estable, y que se encontró con la respuesta negativa de un chaval joven, mínimamente cualificado para el trabajo, en paro, porque él no podía prescindir de pasear con su novia cada tarde.
Creo que haríamos mal en catalogar como aislados los casos de Juani y Nico. Hay muchos más como ellos, quemados o con ansias de encontrar trabajos donde los valores preponderantes sean flexibilidad, teletrabajo, espacio para la satisfacción personal, previsibilidad, autosatisfacción anteponiendo felicidad a carrera… todos ellos conceptos muy Millennial. Estemos atentos: la dinámica empresarial actual y el marco de relaciones laborales en que nos movemos no son válidos para ese modelo, o sea que mejor que empecemos ya antes de que el tsunami nos engulla.