Cerró de un portazo, con esa íntima satisfacción que da ejercer violencia gratuita sobre las cosas que consideramos nuestras, y más si hay público que mantenga la cabeza agachada mientras se miran unos a otros pensando que llevas un día malo tú y que para ellos va a ser largo. Era la puerta de su despacho y la podía cerrar como quisiera, por lo menos mientras tuviese despacho: ahora que el nuevo Director General se había reconvertido a esas modas anglosajonas de los espacios abiertos compartidos el movimiento hacia la ausencia de privacidad parecía irrefrenable, incluso para los directores que llevaban décadas aspirando a un despacho y defendiéndolo con uñas y dientes.
También se dio cuenta de que cada vez causaban menos impacto sus arranques de rabia, que ya se habían convertido en tradición y comidilla de las máquinas de café, apuestas incluidas. Además, cada vez le quedaban menos espectadores (eso sí, los más fieles después de sucesivas restructuraciones) y encima nunca había más del 50% por la milonga del teletrabajo. Perdió quince segundos en recordar donde había leído que era gracioso constatar que aunque las palabras restructuración, reorganización y reingeniería implican procesos que teóricamente pueden acabar con más empleo que al inicio, la estadística demuestra que el número final es siempre menor; creyó que era de Hamel y Prahalad, pero tenía otras cosas en que pensar para malgastar neuronas en eso. Por ejemplo, en cómo garantizar la efectividad de su departamento en teletrabajo: sí, había dicho que eran igual de productivos – y lo eran – pero le costaba controlarlos y un fuego abrasador le recorría el estómago cada vez que se los imaginaba tomando un café, charlando con la vecina o llevando los niños al cole, haciendo la comida o cualquier otra cosa que no pudiese monitorizar. Realmente no tenía un problema de eficiencia ni de nada, pero como en las evaluaciones del desempeño siempre tenían que poner algo a mejorar le machacaban continuamente con la comunicación y la motivación del equipo…¡ya ves, ni que esto fuese una guardería!
Y, ya con un poco más de calma, reflexionó sobre la conversación que había tenido con Julia, su mano derecha, quién hacía unos minutos le había dicho que estaba embarazada. Lo llevaban intentando mucho tiempo y suponía que estaría contenta, pero se lo había dicho casi con miedo, temerosa de su reacción; pensándolo bien, esa sonrisa forzada y la enhorabuena cortés pero glacial no le ayudarían a ganar puntos con su equipo, pero parecía que todos los astros se aliaban en contra, con el montón de trabajo que tenía y perdería a su puntal básico…porque seguro que era embarazo de riesgo y a los cuatro días le daban la baja. Hizo una nota mental para tomar un café con ella un día de estos, o incluso le podía comprar un detalle o llevarla a comer, no en vano se conocían desde hace quince años y Julia sabía perfectamente como era, que se alegraba y que tenía un buen fondo debajo de esa pose de ogro.
Miró la agenda: estaba a punto de empezar su reunión con el Jefe de Seguridad y Salud Laboral, ese departamento prescindible para los de oficinas según varios miembros del Comité de Dirección pero que el nuevo Director se empeñaba en potenciar. Seguro que quería hablar de poner mamparas para separar espacios por el protocolo COVID, de cambiar sillas por otras ergonómicas, de como rotar sus puestos para respetar la distancia social (lo que le faltaba: crisis de fin de mes y unos externos decidiendo quién venía y quién no, se iban a enterar estos), etc. Revisó el presupuesto que le habían adelantado para las mamparas, adecuar la iluminación para que no pareciese un velatorio berlanguiano e instalar un sistema de ventilación realmente eficiente… y casi le da un infarto: ¿qué se habían creído? Ni hablar, no había presupuesto para eso, ni en capital ni en gasto; el año estaba siendo malo y no se podía afrontar, las mejoras podrían esperar, la gente cada vez tenía la piel más fina y estos de Recursos Humanos cada vez eran menos resilientes y más blandos, incapaces de aguantar mínimamente la presión del Comité. ¡Ay cómo echaba de menos los viejos tiempos en que quedaba claro quién mandaba y no se perdía el tiempo en pamplinas!
Le entró una llamada por Teams, ¡también añoraba el sonido tradicional del teléfono, ese timbre tan característico de casa de los abuelos!, y se esforzó por concentrarse y sonreir. Era la Agente de Igualdad de la empresa; no la conocía mucho, debía de ser nueva…no le extrañaba que los costes fijos se disparasen con tantísimos puestos necesarios para eso que llamaban empresa moderna y diversa. Le habló con mucho respeto pero con firmeza para decirle que había una denuncia en su departamento por un tema de conciliación; le habló de no sé qué del artículo 34 del Estatuto, y del plan MeCuida, y otras historias que no se enteró porque desconectó y fue mentalmente repasando quién podría ser tan malnacido para denunciarla a ella (sí, a ella, querido lector. ¿Por qué habías asumido que era un hombre?), y concluyó que era Paco, a quien había contratado por ser amigo de su cuñado y que últimamente estaba muy crítico – con lo que había hecho por él – y reclamaba elegir el horario, y no venir no sé cuando porque le coincidía el turno con su pareja (con una sonrisa malévola, se sintió orgullosa de pensar en pareja y no en marido, si su abuela levantase la cabeza…) y tenía que cuidar al niño. Todos los esfuerzos por convencerle de que por el bien del departamento no podía acceder a ese cambio chocaron con una pared, y Paco no hacía más que hablar de derechos; vagamente recordó que había gritado un poco y que él la amenazó con hacer valer su derecho pero de allí a presentar una denuncia…¡qué desagradecido: los trapos sucios se habían lavado siempre en casa! Sonrió cortésmente por última vez, colgó y se concentró en la solución…sí, hablaría con Paco y llegarían a un acuerdo…eso sí, esta se la guardaba.
Y todavía sonrió más cuando vio que no tocaban el tema que más le preocupaba: la patraña esa del registro de jornada y el derecho a desconectar y toda esa propaganda. Si queríamos seguir por muchos años había que trabajar duro, lo que hiciese falta y dejarse de pamplinas. El trabajo no se hacía solo; casi deseó pillar al Director de Recursos Humanos, otro de la vieja escuela como ella, y decírselo de nuevo pero se lo pensó mejor porque lo estaba viendo con perfil tránsfuga, pasándose al lado oscuro.
Se preparó para comenzar a trabajar, esa cosa por la que le pagaban y que cada vez era más y más complicado entre tanta pérdida de tiempo, cuando le llegó una notificación de una reunión urgente del Comité de Dirección, virtual como todas últimamente. Pensó que sería por la marcha del negocio, los problemas de producción, la falta de stock de algunos productos, o cualquier otra cosa porque tenían un ramillete para elegir, pero lo que nunca esperaba es el anuncio de un nuevo programa para fomentar la diversidad en la empresa, y la inclusión efectiva de colectivos en riesgo. Le sonaba que su querido jefe fue desgranando las actividades que se llevarían a cabo mientras ella se extraviaba por los cerros de Úbeda recordando la mañana que llevaba; no es extraño que perdiera la noción del tiempo hasta que se sintió interpelada: no sabía cuál era la pregunta y dejó que la respuesta saliese a borbotones de su boca como si fuese otra, su otro yo probablemente, quien respondía. Empezó con un impactante “¿¡A mí me vas a hablar tú de diversidad !?” seguido de unos cuantos exabruptos y la sucesión de chascos que había tenido esa mañana; acabó con el discurso lacrimógeno tradicional sobre lo que había dado por la empresa, los esfuerzos que seguía haciendo para que su equipo trabajase duro, lo poco que veía a su familia y las ganas que tenía de dejarlo todo para que viesen cuanto la echarían de menos. Vio caras de incomprensión, con algo de condescendencia, que entendió sobradamente cuando un compañero le dijo posteriormente que estaban hablando de una petición relacionada con los derechos del colectivo LGTBI y que les sorprendió mucho su reacción cuasitroglodita. Lo zanjó con el manido “pues es lo que hay” y se dedicó a trabajar.
En realidad, no pudo concentrarse mucho. No hacía más que darle vueltas a todos los cambios que estaban sucediendo. Ella no era tan mayor pero le estaba costando una enfermedad adaptarse a ese mundo nuevo; las claves que le habían llevado a triunfar, a base de sacrificio y esa imagen de dureza de pedernal que había construido, ya no eran apreciadas en este mundo nuevo. Estaba cansada y desgastada, y muchas veces había fantaseado en cómo sería una vida distinta, fuera del estrés laboral que la asediaba desde hacía veinte años, dedicándose a esa utopía romántica de su vivienda de turismo rural sostenible. Cuando el teléfono la despertó de su ensoñamiento y el Director General la llamó a su despacho ya sabía qué le iba a proponer su jefe, con esos modales tan suaves y empáticos, y se mentalizó para asumir lo inevitable. Sí, había llegado el momento. Cogió su mascarilla y se dirigió con paso firme hacia su nueva realidad.